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GLOSA A UN POEMA EUCARISTICO DE GARCÍA LORCA

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Ideal. 19 de abril de 1973

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El poema eucarístico de Fe­derico García Lorca se in­sertó en 1928 en la "Revis­ta de Occidente". Como re­cuerda Díaz Plaja, Lorca al abor­dar, ocasionalmente, el tema reli­gioso, fija su atención en los valo­res plásticos, concretos, del catoli­cismo. De tal forma que aparece en su poesía más como católico que como cristiano simplemente. Si a Antonio Machado se le perdía Dios entre la niebla —él mismo lo de­clara en uno de sus versos—, quizá porque apelaba en sus desmayos líricos al Dios de los filósofos, siempre distante, inaccesible v sin forma, García Lorca en sus mo­mentos de fe hubiera preferido lo tangible y visible —palpable— de unas creencias casi con afán táctil hechas vida y color en la liturgia de la iglesia, en la imaginería pa­tética, en el acompañamiento ba­rroco de las procesiones, tan grato siempre al sentimiento popular.

Es natural, en este supuesto, que al poeta granadino le ganara la atención el Misterio Eucarístico. El Sacramento del Altar no es un signo o un símbolo. Según nuestra fe católica implica la presencia real y sustancial de Cristo. ¿No se escandalizaba piadosamente Paul Claudel ante el portento asombro­so? Veía Claudel en la Eucaristía la suprema audacia de Cristo. Dios hecho Hombre es ya el Dios con­creto que establece comunicación y hermandad con el hombre cual­quiera; con usted, conmigo, con el quidam de la calle, con el millona­rio y con el de las chabolas... Pe­ro Dios en la Hostia añade otro milagro al milagro. Y nos acerca aún más al que ya está aquí, con nosotros; nos lo acerca hasta el punto de convertírnoslo en verda­dera comida y verdadera bebida. Es esto lo que pasma al poeta francés y es esto lo que hace es­cribir a Lorca:

"Es así, Dios andando, como quiero tenerte,
panderito de harina para el recién nacido,
brisa y materia juntas en expresión exacta
por amor de la carne que no sabe tu nombre."

Nada de deísmos amorfos y de­licuescentes. Siente el poeta la ma­ravilla de un Dios, por amor em­pequeñecido; "panderito de harina" para el "recién nacido" que, en última instancia, es todo hombre que establece contacto con su pro­pia desnudez indigente, con su siempre menesterosa precariedad. Continúa García Lorca:

"Es así forma breve de rumor inefable
Dios en mantillas, Cristo diminuto y eterno,
repetido mil veces, muerto, crucificado
por la impura palabra del hombre sudoroso."

Es el gran consuelo del hombre que quiere tocar y tener, además de saber. Poseer a Dios con su Forma en la sagrada forma, don­de la brisa del espíritu hace alian­za con la materia; con la materia que tenía vocación mostrenca. Y así "la carne que no sabe tu nom­bre", el mundo que se hace mun­danal, inobediente a sus ejes; el mundo, que derrapa en su carrera sin freno, redime su avería en la "expresión exacta" del Sacramen­to "mil veces repetido"; porque mil veces se repite el hombre sudoroso, sediento, derrotado entre el légamo de la "impura palabra" que cruci­fica y mata al Cristo y a los Cris­tos; es decir, al Señor y a sus "pequeñuelos" —a los tristes, los en­fermos, los pobres—, de quienes El dijo: "Lo que hiciereis por uno de estos pequeñuelos..." Nada de lucubraciones sutiles y
vagorosas. Dios está aquí al alcan­ce de la mano. Dios está como una meta que no se aleja con el ho­rizonte, sino que se nos viene en­cima y se nos mete dentro. Tan real, en cierto modo tan físico, que viene a tapar nuestros agujeros, a llenar nuestros vacíos, a poner ba­se a nuestros fondos y sustenta­ción a nuestro ser que se olvida de ser. A nuestro ser que sin Él no sabe qué es y para qué es.

"Mundo, ya tienes meta para tu desamparo
para tu horror perenne de agujero sin fondo.
¡Oh Cordero, cautivo de tres voces iguales!
¡Sacramento inmutable de amor y disciplina!"

Creo que puede repetirse casi co­mo una oración, esta estrofa impecable de García Lorca. Necesita­mos pensar en el horror de un mundo que ensancha sus pozos y sus abismos, que empieza a conver­tirse todo él en agujero sumidor. Necesitamos un remedio para el desamparo, para la angustia pro­clamada que quiere alzarse en el mástil de ciertas banderas reclu­tadoras de nihilismos. Necesitamos una Esperanza. Pero una Esperan­za que no se limite a palabra, ni se agote en el deseo. Esperanza que amase su ímpetu con el agua viva; que se haga pan —eficacia— fun­dida con el Pan hambriento. Por­que Él es el Pan con hambre, con hambre de nuestra hambre. Él es el Pan que nos desea junto a la lamparilla parpadeante de nuestros templos. (¿No habéis leído nunca aquella maravillosa página de "Azorín" cuando relata su impacto ante el Misterio de la lámpara del sagrario del colegio de Yecla en las madrugadas invernales de su infancia?)

Hay otra poesía impresionante de Verlaine —gran pecador— en "Saggesse". La que empieza: "Dios mío, tú has herido mi corazón de Amor". Yo la considero tan honda, tan llena de belleza, que de buena gana la diría después de comulgar. No sé si la "Oda al Santísimo Sa­cramento" de Federico García Lorca llega a tanto. De todas formas, bueno es recordarla en estos días, porque bueno es apelar al "sacra­mento inmutable de amor y disci­plina" en esta coyuntura en la que todo es mutación, en la que apenas nada es amor y en la que, a derecha e izquierda, cualquier conducta se ufana con el marchamo de la indisciplina.