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ELLA Y ÉL

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Ideal. 2 de mayo de 1973

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Antes se hablaba de femi­nismo y ahora de "dere­chos de la mujer". Creo que no se trata de una misma causa con distingos de ma­tiz, sino quizá de causas diferentes. A mi juicio, el feminismo repre­senta un peralte o un resalte del papel y de la misión de la mujer, pero de la mujer fémina, es decir, de la mujer considerada desde su calidad, precisamente femenina; calidad que desde el punto de vis­ta antropológico no la segrega de su condición de "homo sapiens", de "homo faber", de "homo economicus", de "homo erectus" o de "homo ridens", pero que, sin em­bargo, la distingue esencialmente del "vir", del varón. Porque tan "homo" es la mujer como el hom­bre, tan "antropos" es ella como él; pero aquí la cuestión: ella, que es "homo", no debe ni puede ser "vir". Es humana con todos los de­rechos, pero la naturaleza no la ha hecho "andrógina". Es la dife­rencia. Y, ¿no es, precisamente, la diferencia la base de una excelen­cia? El feminismo no quitaba nin­gún derecho a la mujer. Al con­trario, se los reconocía todos. Pe­ro además —y esto es muy impor­tante— por encima de cualquiera de los otros le concedía derechos específicos a ella sola y no por otra cosa sino por ser mujer. No fue un invento filosófico o poético lo del "eterno femenino", constante his­tórica, consagrada por Goethe, que admira y mira en la mujer no el simple objeto de adorno que ellas, con razón, no quieren ser; sino el sujeto activo que da a la vida y a la historia un componente de fervor, de sensibilidad, de armo­nía, de belleza. Por mucho que al­gunos desearan empeñarse en lo contrario, la biología y la psicolo­gía de ella se distingue de la de él. Existen profundos determinantes, vitales que así lo exigen. El femi­nismo dio en el quid cuando vio en ella al ser que no abdica un ápi­ce de su condición de mujer, de madre y de fémina, pero que, ade­más, reclama el ejercicio de usos, actividades y profesiones que du­rante mucho tiempo estuvieron re­servadas para el varón. Ya que es perfectamente compatible la buena doctora con la excelente madre; ya que ser mujer no derrota en ninguna "eliminatoria" el logro de un desempeño airoso de la aboga­cía, de la filosofía e incluso de... la alcaldía. Ahora bien, el feminis­mo quería esta cosa noble; quería que la mujer fuese médico, abogado o alcalde precisamente desde su posición, desde su estilo e incluso desde su postura de fémina. Con lo cual ella salía ganando. Y quizá también en muchos casos la medicina, la jurisprudencia y la administración local.

No, no; esto de los "derechos de la mujer" a bombo y platillo es otra cosa. Por el contexto do mu­chas reclamaciones, contestacio­nes, gestos protestatarios, que van en esta dirección, se adivinan mo­tivaciones turbias. Ella no quiere ser la mujer objeto y eso está muy bien: pero si ella en algunas lati­tudes ideológicas empieza también a rebelarse contra la idea de la mujer-madre, ¿qué va a quedar en ella de mujer? Ella se subleva contra el hecho de los puestos reservados para el varón porque ella no desea que el varón sea su oponente, sino su co­laborador. Pero si para conseguir mejor el juego de sus aspiraciones, ella desmantela las "reservas" de su propio pudor, de su propia sen­sibilidad, de su femineidad, ¿no está destruyendo acaso, con esa ac­titud, la mejor arma de que Dios la ha dotado? Ocurre como si la mujer reclamase, como un derecho humano más, el derecho al taco y a la palabrota. Ocurre como si ella, claro está que nos referimos a un número muy limitado de reclamantes, estimase que el desplan­te, la chulería, el cinismo e inclu­so el machismo —hasta ahora de­fectos exclusivos de él— tuviesen que convertirse ahora en derechos compartidos de ella.

Leía un día de éstos en el perió­dico que el pantalón es una pren­da de origen femenino y que quie­nes primero lo llevaron fueron las indias para mejor rodearse el sari. Me parece bien el descubrimiento. Y me parecen bien los pantalones en la mujer cuando sabe lucirlos desde su tipo de mujer, con su estilo de mujer y para su elegan­cia de mujer. Ya el hombre no lleva sombrero, pero estimo que la mujer debiera seguir enorgullecién­dose de un derecho al que ya al­gunas renuncian y otras ni se acuerdan: el derecho a ser salu­dadas con cortesía. Derecho al que debía de corresponder nuestro de­ber —deber del varón— de otorgar­le ciertas muestras externas de en­tusiasmo, de alabanza y de buena educación. La fémina tuvo siempre el privilegio de que le cediéramos la derecha —y no sólo en la ace­ra— en mil ocasiones. Creo que somos muchos los varones que es­tamos dispuestos a seguir cediéndosela, bien lleve falda o panta­lón, con tal de que —falda o pan­talón— los lleve con gracia y en­canto de mujer.

No, no. Él ya no opina como Nietzsche. Él ya no dice aquello de que "es preciso que la mujer obe­dezca y que encuentre una profun­didad para su superficie". Nietzsche es un reaccionario. Él —aho­ra— es más moderno y piensa en la igualdad. ¿Igualdad de dere­chos? Eso es estupendo. Pero cui­dado. Las desigualdades que impo­ne el sexo no puede borrarlas ni el más desenfrenado erotismo. ¡Que tal es la gran paradoja de cuño falso a que alguien aspira!