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SERE­NIDAD

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Ideal. 26 de mayo de 1973

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Recuerda Borges en el último capítulo de uno de sus libros la anéc­dota del teólogo que no per­dió la serenidad. Era agria, encrespada, la disputa. Y en lo más híspido del altercado, un discutidor, congestionado de cólera y anémico de razo­nes, arroja a su rival un vaso de vino a la cara. Entonces, el paciente teólogo, sin des­encuadernarse, replica: "Es­to, señor, es una digresión; espero su argumento".

Es que ahora el mundo es­tá lleno de digresiones así, y por eso uno saca a colación el cuento. Pero, ¿por qué nos encorajina tanto el solo he­cho de tener rivales? El áni­mo belicoso salta en todos —en cualquiera— a las pri­meras de cambio. Y por eso, aunque las guerras se van a acabar, la "violencia" se des­quita en guerrillas, motines, altercados, crímenes, apalea­mientos y desplantes. No hay sitio para la serenidad. Y los argumentos para la defensa de la propia opinión no ma­duran. Y, como quedan en agraz, se hace enseguida ofensa de lo que nació con vocación de idea. Las razo­nes se hacen lanzas o... balas. Cuando, en realidad, los criterios, que sirven como apoyo, desvirtúan su misión cuando se utilizan como dardos. En fin; todos, más o menos, nos ponemos a espe­rar los argumentos del ad­versario que no llegan. Y vie­nen, en cambio, con sus di­gresiones, sus floretazos y su vino arrojado a la cara como un insulto. ¡Lo peor es que, mientras tanto, nosotros, en lugar de afilar el propio ar­gumento, hacemos, igual! Por­que más interesa vencer que convencer. ¿Untamos de venenillo la punta de nuestros criterios? ¿Tensamos el arco de nuestros juicios? ¡Qué se­creta afición a la pelea! La guerra organizada era peor, pero quizá, como en ella se comprometía mucho, se an­daba con pies de plomo. La pelea es más descomprome­tida y la violencia a nivel personal tiene menos conse­cuencias. Entonces, las digre­siones derivan pronto en agresiones y con "pies de la­na" caminamos irresponsablemente a un feroz —e iró­nicamente pacífico— des­acuerdo. ¿Quién pule ya sus argumentos como aquellos beneméritos filósofos y teó­logos? Ahí está el instinto de agresividad —tantas veces glosado por el profesor López Ibor— poniéndose en el lu­gar de aquella "ultima ratio" de la guerra sistematizada.

Y, sin embargo, sigue sien­do bonita la serenidad. Es tremendo que vayamos per­diendo la afición de la paz, del sosiego, de la tranquila sedancia. ¿Por qué, incluso el arte, se enfrasca ahora en temas agresivos? Y cuando llega el día del descanso, he­cho para digerir y rumiar verdades en paisaje de quie­tudes, preferimos el alboro­to, el jaleo, la velocidad, el tumulto; y no nos divertimos si no tensamos los nervios. Por supuesto, el teatro o el cine, tienen que servirnos platos fuertes, tienen que si­tuarnos en el centro de la vorágine. Y del coche que se compra se pregunta —como anotaba Daninos— no cuán­to cuesta, sino cuánto corre. Y la música, si no es agente agitador (para que bazo y brazo bailen al unísono y la psicodelia enrede en la mis­ma danza a las neuronas y a los tobillos), ¿a quién va a emocionar?

—A ver, a ver, usted que es un hombre tranquilo… Ya lo de tranquilo se dice casi como un insulto. Resulta, pues, que esta perspectiva agitada —quizás horriblemente agitada— está dando al traste con los placeres más sutiles del hombre. Así esta­mos olvidando muchas sabi­durías. "Usted ya no sabe creer en Dios", escribía Rainer María Rilke en una de sus epístolas hace ya bastan­te tiempo. Es que, entonces, empezaba el tumulto. En me­dio del jaleo —ausente la se­renidad y propensa la agre­sividad— no dejamos lugar a las humanísimas preguntas sobre nuestro origen y nues­tro destino. Beckett, hacién­dose eco de esta situación, ha escrito en "El innombrable": "No me haré más preguntas ya. ¿No se trata, en realidad, del sitio donde se acaba por disiparse?"

No, no. Tenemos que se­guir preguntando y pregun­tándonos. Y juntos —juntos todavía—tenemos los hom­bres la obligación de seguir aportando argumentos para los problemas cotidianos y para los problemas que se elevan sobre la pelea nuestra de cada día. Pero, entonces, cada amanecer tenemos que impetrar serenidades. La Paz —esa que escriben con ma­yúsculas— no se logra sino a costa de la íntima pacifica­ción interior de cada espíri­tu. Es difícil, pero por eso es bello. Es difícil, y por eso en­noblece. Lo fácil es agitarse. Lo fácil es arrojar él vaso de vino al rostro del adversario. O el palo a sus costillas.