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LA ARAÑA IMPÁVIDA

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Ideal. 5 de septiembre de 1973

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Será interesante que algún día un astronauta escriba sus memorias. Sospecho, sin embargo, que lo extraordinario de la «experiencia» de estos hom­bres opera no sé qué trauma en su psicología que quizá les descalifica un tanto para esa labor serena de escribir los recuerdos personales. El recuerdo personal de haber pisado la Luna no es, como para el ena­morado más o menos romántico, la memoria del primer contacto con Pepita. Generalmente, en la época de la jubilación, los políticos, los artistas, los futbolistas incluso, escriben su «libro de memorias», cuando ya están tranquilos. El caso es que un astronauta, después de haber dado varias vueltas alrededor de la Tierra con velocidad ultra­sónica, de haber inspeccionado nuestro satélite, o de haberse pues­to «al aparato» (?), en una esta­ción espacial, para comunicar una avería de su cohete, no queda en condiciones de coger la pluma y contar lo que ha sentido o visto como un señor cualquiera que rela­ta su viaje a Nápoles o el curso del tifus que le acometió de adolescen­te. No, no puede quedar ya —piensa uno— nunca tranquilo de verdad. Marcharse de la Tierra y luego vol­ver a la Tierra es demasiado. Ha­berla visto a lo lejos, del tamaño de una pelota grande —con el per­fil de los continentes exactamente igual al que muestran las esferas de las escuelas primarias— y luego, al regresar, encontrarse otra vez con lo mismo: el café con leche del desayuno, el periódico que habla de lo de Laos, de lo del Presidente Allende, de la contaminación y de lo de la candidatura Perón-Isabelita; haberse alejado cientos de miles de kilómetros sin salirse un centí­metro de la órbita y luego, al venir, comprobar que aquí es facilísimo desviar los renglones en cualquier cosa y caso, debe promover en el ánimo del viajero del espacio una mezcla rara de sorpresa y de has­tío. Sin duda, el astronauta que ha flotado en el vacío —con un fondo de estrellas en total noche envol­vente— notará una alegría al vol­ver. Pero sentirá entonces un mareo no fisiológico, sino psicológico. Las ideas, ¿no girarán en su cere­bro demasiado aprisa? ¿Podrá ver y mirar las cosas con el aplomo que antes? Al quedar sometido otra vez, no tan sólo a la ley de la gravedad física, sino al universal sistemas de pesas y medidas de los usos, de las costumbres y de los convencionalis­mos, ¿no sentirá, cuando ve que se reintegra al rigodón del diario vivir, una extraña e inédita sen­sación de ahogo? Entonces el astro­nauta, que está condenado a no quedar tranquilo jamás (será preciso que se nos cuente el desenvol­vimiento de la vida psicológica ul­terior de los astronautas recobra­dos), y que, además, por su voca­ción, más que de escritor debe te­ner aptitudes de técnico electróni­co doblado de circense, no es viable que se ponga a filosofar o poetizar. Posiblemente, más bien, experimen­tará una tremenda gana de dormir. Y con los recuerdos del espacio, de sus peligros, de sus insólitas Im­presiones, habrán depositado en el fondo del espíritu del astronauta un terror nuevo, un miedo genuinamente cósmico, ¿para qué remo­ver recuerdos? No, creo que no: un astronauta no escribirá nunca sus memorias. Ni se va a entender él consigo mismo para escribirlas, ni le van a entender. Quizás es fácil imaginar y escribir un relato de ciencia-ficción. Pero aquí —casi co­mo siempre— la realidad supera a la fantasía. A Dante le fue relati­vamente viable escribir su viaje a la otra vida, porque fue un viaje imaginado, soñado. Pero si de ver­dad hubiera estado en el otro mun­do, ¿podría haber escrito la «Divina Comedia»? En otro plano, naturalmente; es decir, mudando lo que hay que mudar, cabe pensar lo mis­mo de los astronautas. Escribirían un viaje a la Luna imaginario; les será muchísimo más gravoso con­tar su viaje real.

Me inclino a pensar que el hom­bre es «terrícola» por antonomasia. Una excursión a la Luna debe de trastornar seguramente su mecánica vital. ¿Qué hará, entonces, en él una gira a Marte, o una «tourné» por las galaxias de esas que des­criben eon pelos y señales los novelistas de anticipación? Sin em­bargo, he aquí a la araña. En él «Skilab» fue lanzada junto con los hombres y con los instrumentos de investigación científica una araña. Se pretendía conocer cuál serla el comportamiento del bicho no su­jeto a la gravedad; se quería saber si la araña (que no podía haber sido sometida a un entrenamiento previo) sería capaz de fabricar su tela como siempre, como si también en el artefacto espacial la gravedad existiese. Pues bien, la araña, im­pávida, ha hecho en el «Skilab» su tela como inveteradamente, desde hace milenios, la han venido ha­ciendo todas las generaciones de su especie. La araña no ha cambiado su costumbre al alejarse de nuestro planeta. ¿Qué hará la araña del «Skilab» al volver? Esto —en rea­lidad— todavía no se sabe. A lo mejor la araña sufre también un trastorno al reintegrarse; el que no experimentó al separarse. Pero es de suponer que, impertérrita, la araña proseguirá sus telas. ¿Por qué y para qué? Ella no lo sabe, pero nació para eso. Su comporta­miento —ya lo vemos— es radical­mente distinto al del hombre, siem­pre propenso a abandonar sus tra­bajos y sus encomiendas. El hombre está condicionado a la Tierra y, si la abandona, hay que gastar millo­nes de dólares en adaptarle artifi­cialmente escafandras, alimentos, movimientos. Pero no hay que gas­tar nada para que la araña, sin inmutarse, continúe su tela a cien­tos de miles de kilómetros del rincón del techo de que fue arrancada.

Pero, claro, la araña tampoco puede escribir sus recuerdos.