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EL PARAGUAS ELECTORAL

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Ideal. 23 de febrero de 1974 (Pensamiento y opinión)

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Sería hacia el año 1935. Don Rafael era enton­ces lectoral de Grana­da. Visitó mi pueblo —Úbeda— no recuerdo con qué motivo. Era amigo de mi familia, estuvo una tarde en casa. Por aquellos días tenía yo mi bachillerato recién terminado. Mi mirada adolescen­te, de niño pasado, de hombre que no ha llegado todavía, acechaba con suma curiosidad la figura del ilustre canónigo. Figura vivaz, ojos bullidores con una punta de finísi­ma guasa. En la conversación sus palabras, lejos de cualquier tono monocorde, parecían de un pluma­je vario y atractivo. Agilidad de pájaro en sus gestos. (Natural­mente, un pájaro es casi todo lo contrario de un "pajarraco"). Pues bien, el lectoral, don Rafael, se dejó en casa, olvidado en el per­chero, su paraguas. Cinco minutos más tarde mi madre me dijo:

—Tienes que ir a buscar a don Rafael. Tienes que llevarle su pa­raguas.

Don Rafael García y García de Castro se alojaba en la residen­cia de Padres del Corazón de Ma­ría, donde yo había hecho mi ba­chillerato. Un hermano suyo —el padre José García— había sido en el colegio profesor mío. Me recibe el lectoral con mucha amabilidad. Yo soy tímido y busco la manera de irme en seguida, una vez cum­plido el encargo. Pero don Rafael quiere que me siente y que hable­mos un ratillo. Me abruma con la atención que me presta a mí, un chiquilicuatro.

—Me ha dicho tu madre que te gusta mucho leer. ¿Tú qué lees?

La sencillez de don Rafael es tanta que el lectoral de Granada ni siquiera alardea de sencillez.

(Ya se sabe que hay hombres que son sencillos porque han leído que hay la obligación de ser sencillos, y entonces se ve que la sencillez de tales hombres ha pasado por el espejo). Me tantea el señor Gar­cía y García de Castro, en mis aficiones, en mis propósitos, y yo le digo que me han dicho que empiece a leer a Azorín, a Unamuno, a Ortega. Se queda un instante mirándome hondamente don Rafael, y luego, se levanta, sale de la habitación v vuelve con un libro en la mano. Me dice:

—Mira; tú me has traído mi paraguas. Yo te regalo este libro. Quizá te puede servir de paraguas ideológico. Para tus primeros pa­sos, en la afición literaria, proba­blemente te será útil.

Se llamaba el libro "Los intelec­tuales y la Iglesia". El autor es el lectoral de Granada. Se había publicado hacía muy poco tiempo, en plena ebullición de la II Repú­blica en España. La palabra "in­telectual" tenía entonces, entre algunos sectores, un sentido peyo­rativo. La palabra "intelectual", ca­si olía a azufre... En el libro de don Rafael, con una elegancia, con una sobriedad, con una preci­sión (poco frecuentes en aquella época de prosa retórica y tribu­nicia) se exponían los criterios, las ideas, el estilo y las calidades de la plana mayor de la intelectuali­dad española de entonces. Allí, na­turalmente, había juicios sobre Azorín, Ortega, Unamuno... Don Rafael era objetivo y límpido en sus apreciaciones. Naturalmente, también, señalaba los errores que alejaban de la Iglesia a algunos de aquellos hombres ilustres. Y dis­criminaba don Rafael con esplén­dido talento: lo compruebo mucho mejor, ahora, "a posteriori", después de haber leído, releído y vuel­to a leer, a Unamuno, a Azorín, a Baroja, a Ortega, a Pérez de Ayala. Y digo que discriminaba el doctor García y García de Castro, porque distinguía (haciendo uso de una sindéresis admirable) en­tre errores insalvables y errores accesorios. Hoy a los cincuenta y tantos años veo con enorme clari­dad que el libro "Los Intelectua­les y la Iglesia" me hacía a mí mucha falta entonces y para después de entonces. No me impidió internarme en ninguna querida lectura (salvo en algún caso de excepción), pero me dotó de cier­tas cautelas y avisos. Me sirvió, efectivamente, de paraguas. Y ¡qué cosa tan estupenda! Fue don Ra­fael —su libro— quien mejor me enseñó a admirar a Unamuno, a Azorín, a Ortega. Pero, al par, me entrenó en cierta defensa y en cierto ataque; es decir, en los re­cursos necesarios para el mante­nimiento de una fe, fácilmente erosionable cuando los dieciséis años, a la intemperie, tienen que avanzar sin paragua.

—Mira —me añade de palabra don Rafael al despedirme— si des­pués de leer un artículo de Una­muno, te lees un capítulo de San Juan de la Cruz, Unamuno te sen­tará mucho mejor. Pero tú, toda­vía no estás maduro para leerte a Unamuno entero.

Confieso que seguí el consejo del autor de "Los intelectuales y de Iglesia" y que siempre me fue muy bien. Yo transmitiría el con­sejo del lectoral a los jóvenes de ahora que, ojalá, leyesen a Una­muno, a Ortega, a Maeztu, a Azo­rín... que, ¡por Dos!, no tienen nada de fósiles. Y, por supuesto, a San Juan de la Cruz.

El Ilustre arzobispo de Granada, recientemente fallecido y de tan imborrable recuerdo insinúa —creo que en la biografía de don Marce­lino Menéndez Pelayo —y esto to­davía en 1956— que el buen fun­cionamiento del cerebro no siem­pre coincide con el buen funcionamiento del espíritu. Este temor suyo se confirma casi patética­mente en nuestros días. ¿No es­tamos perdiendo el "intimum men­tis", que decía el alemán Peter Wuts, en un alegato contra el cre­ciente proceso de secularización? "A nosotros los modernos —escribe Gabriel Marcel— nos interesa re­conquistar bajo una metafísica del conocimiento lo que poseía la Edad Media bajo la forma de una mística rodeada de misterio". "La costumbre —añade el filósofo francés— de considerar el cono­cimiento como una técnica, ha con­tribuido poderosamente a cegarnos".

Don Rafael —he de decirlo— inició la labor de "rescate" de mi intimidad mental, y con ella de mi fe, cuando en aquellos días de adolescencia y de Segunda Repú­blica, se me echaba encima la ju­ventud con su tumulto de lecturas, emociones, colisiones, conciertos y desconciertos. Y, ¡cuántos pueden decir lo mismo que yo digo!