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LA SALIDA

Juan Pasquau Guerrero

en Diario Ideal. 6 de abril de 1976

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Chesterton se internaba cuando aco­metía una narración por vericuetos regocijantes cuyo paradojismo le con­ducía a veces a callejones cerrados e inverosímiles. Entonces declaraba: "Puede que el lector espere que el cuento mío sea como el Universo: que cuando acabe explicará por qué empezó". De la situación rara, com­plicada, en que se encuentra ahora el mundo entero, ¿podría decirse igual? Tanto les hemos rizado el rizo a las cuestiones, tantos carros hemos puesto delante de los bueyes, tantos hilos se han olvidado del ovillo de que proceden, tantas metas hemos soñado mientras nos ocupamos en desempedrar los caminos, que espe­ramos llegar adonde no sabemos pa­ra enterarnos, al fin, de dónde no venimos. ¿Por qué empezó el lío? ¿Cuál fue el primer capítulo del cuen­to? Bien, pues esto parece que no tiene solución —ha dicho alguien que tiene autoridad para opinar—. Aun­que luego ha añadido: Pero quizás esto tenga salidas.

Realmente, las claves para la re­solución de los actuales problemas no se ven. Es quizás que no se trata de problemas auténticos, sino de tro­zos de problemas apelmazados y descolocados en intransitable amonto­namiento. Es que más alto que el problema está el misterio irresoluble, el venerado misterio de que hablaba Marcel. Pero, por debajo del problema, en infraestructura degrada­da, en la antípoda de lo sobrenatural, está el caos. Son tres órdenes de di­ficultades que alguna vez externa­mente pueden parecerse pero que por dentro son radicalmente distintas. El misterio está ahí y de sus enigmas es Dios quien nada más tiene la llave. El problema también está ahí, pero es a nuestra medida y basta hallar su propia llave. ¿Y el caos? El caos se produce —lo producimos— cuando cambiamos las llaves, todas las llaves. Así es que el misterio su­pera las cuestiones y el desorden las confunde. Estamos —parece— en el trance de la confusión ("ceremonia de la confusión", dicen voces versa­das) y... rompiendo cerraduras; bus­camos la furtiva salida, ya que no la puerta abierta.

Sin embargo, parece que, a pesar de vaticinios catastrofistas, el llama­do suicidio de la civilización no se va a producir. Y es lícito e incluso obligado pensar que, tras la rotura de las cerraduras y tras la salida impetuosa de los callejones cerrados, puede volver a preconizarse el uso de las llaves y el tránsito regulado dé las cosas. Remedios del buen sentido. El buen sentido es algo a que se apela en última instancia tras la ex­plosión de las insensateces; después de la égida torpe de las locuras dis­frazadas de razones y de las necedades con cara de audacias. Debiera ser al contrario; sería lo lógico em­pezar usando de la lógica. Pero no; más bien, no. En la Historia ante situaciones parecidas se ha recurrido a la solución ponderada precisamen­te en los casos desesperados, como aquellos médicos que recetaban el baño cuando habían fracasado todas las sangrías.

Un escritor, en no se que periódico, abominaba hace unos días de la "ne­cia triunfalina" con que hoy se di­simulan graves fracasos. Es por eso que empeoramos la enfermedad. Por ejemplo, quienes nos dicen que "el momento es difícil, pero muy intere­sante", parece como si quisieran in­culcarnos una sádica afición al ca­llejón en que nos metimos o al lío en que estamos envueltos. Porque, por supuesto, "no puede ser interesante un túnel por negro que sea". De otro lado, están los afanados en buscar y buscar sin saber qué es lo que en­contrar quieren. Cuentan de D'Annunzio, que perturbado unos días antes de su muerte, buscaba una cocinera que se aviniera a vestir hábito francisca­no durante el cumplimiento de sus deberes culinarios. Y es que, como in­sinúa un comentador del dramaturgo, D'Annunzio —en su locura— lo que deseaba es desesperarse, lo que bus­caba es no encontrar. Así es el pru­rito de los nihilismos; como si go­zasen proponiéndose que ningún pai­saje pueda ofrecerse a la mirada y que todas las ventanas se abran al abismo. De no querer creer en nada, pasan a confiar en su atrabiliario ca­pricho. Y se tornan devotos del ab­surdo los que renunciaron a aceptar la sencilla verdad en su casta be­lleza. Don Venerando, aquel tipo de "La Codorniz" de los años 40, hacía una graciosa traducción humorística de quienes se complacen en buscar con ilusión de no encontrar. "Quiero un libro con el título largo y ama­rillo", demanda Don Venerando con gesto impertinente, en una librería. Desconcierta a los dependientes que sudan buscando, arriba y abajo, en los estantes. Al fin, tras un agobiante, largo rastreo, hallan un vo­lumen en piel roja con el título largo y amarillo. Se lo muestran satisfe­chos al cliente que, entonces, se in­digna y grita: "¡No!" "Largo y ama­rillo es el título", replica ya el li­brero extrañado. "Pero muy duro de mollera es usted, amigo —se enco­leriza Don Venerando—, porque si bien el título es largo y con letras amarillas, no corresponde al de la obra que yo deseaba adquirir". "Pues, ¿qué obra quería adquirir?" "Pues, empieza a sacarme de quicio —con­cluye Don Venerando—; yo quiero que me faciliten a "El Ingenioso Hi­dalgo Don Quijote de la Mancha". Don Venerando, siempre se iba dando un puñetazo, en los mostradores, en los cristales o en las lámparas, cuan­do alguien acertaba una solución a sus problemas. Las extravagancias, reales o copiadas, dramáticas o hu­morísticas, espontáneas o parodiacas, traducen siempre el imbécil impulso de complicar lo fácil, de traer rabo a las codornices y lumas a los cer­dos, de poner pezuñas a la lógica y música al infierno.

Es que el hombre "rey desterrado, con restos rotos de la diadema", que decía Pascal, en lugar de aclarar su posición en el mundo, añade absurdos a su incertidumbre, y lejos de recu­rrir al misterio y de consolarse con la esperanza, juega a sentirse más desgraciado. Pero todo eso va a ter­minar cuando usemos otra vez del al­ma. Ahí está el error de nuestro caos civilizado: Hay inteligencia y no que­remos al alma. Pero —escribía Unamuno: "Lo que necesitamos es alma y alma de bulto y de sustancia".

Jubilar el espíritu, dar la cesantía a Dios, propinar arsénico a la metafísi­ca, hacer confetti con la Historia. Son aberraciones que están de moda, pero tienen que pasar. Encontraremos salida al callejón, aplicaremos luego cada llave a su problema, y volve­remos a encontrar en su sitio a las estrellas. Y en nuestro corazón el latido alborotado del misterio que no cesa.