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ESCALERAS

Juan Pasquau Guerrero

en Diario ABC. 18 de febrero de 1976

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Alguien ha escrito de Neruda que ordenaba las cosas con la mirada. Excelente cosa es mirar, pero... ¿desde dónde? Ardua cuestión. Las ordenaciones que podamos efectuar con una buena visión dependen en gran parte del punto de mira. No es igual —creo que fue Schopenhauer quien hacía la distinción— la perspectiva de la rana que la perspectiva del águila. No se ve lo mismo desde abajo, a ras del suelo o hundido en la hierba, que desde las alturas. Parece indudable que ahora todos disponemos, para enjuiciar y entender la vida de ópticas insuperables. Por supuesto, la civilización es una gran ortopedia al servicio del hombre. Todos, pues estamos en condiciones de valorar a la sociedad, a la vida, al cosmos; de ordenar el mundo con la mirada. Con la mirada instrumentada y servida cada día de más numerosos e intensos conocimientos. Y, sin embargo, nos quejamos constantemente de confusión e incertidumbre. ¿Por qué? ¿Por qué «los postes de señales, ahora, se convierten en veletas», como ha dicho expresamente un alarmado escritor? Es que cada uno mira desde su rincón y nada más que desde él. Entonces, cada uno adopta su particular exclusivismo y la Historia, cuya misión era «tejer» un entramado orgánico, institucional, objetivo, al servicio y como plasmación de la Verdad —que Hegel llamaba el Absoluto— se queda, nada más, en tela de Penélope. Sí, sí; bastaría la mirada para ordenar el mundo. Pero sucede que no hay mirada que al ver no choque indefectiblemente con otra mirada. Y gracia sería el que las miradas se mirasen para enlazarse en una fusión encendida de amor. Pero es lo contrario: se destruyen las miradas —quiero decir las respectivas visiones de las cosas— fogueadas por sus cargas ideológicas, pasionales y personalistas de índole adversa. Lógicamente, naturalmente, la perspectiva de la rana es enemiga de la perspectiva del águila.

Estoy ante una escalera de piedra que da acceso a un templo. ¿Cuántas generaciones han subido estos peldaños? Crece la hierba en las junturas de sus piedras. Siento una débil fatiga, casi imperceptible cuando alcanzo el rellano. Es una pequeña operación que aquí o allí, hacemos a diario. Subir, bajar escaleras. Las escaleras materializan el escenario del hombre. ¿Hay vidas que puedan desentenderse del afán de escalar una posición, un puesto, una dignidad, una comodidad, una fortuna? ¿Hay quien puede permitirse el lujo de renunciar a subir? Tampoco es posible eximirse del descenso, de la bajada, cuando la ocasión llega, cuando el tiempo lo demanda. Todos los hombres hemos subido y hemos bajado y... todos nos hemos encontrado en la escalera. Al encontrarnos rara vez nos saludamos con cordialidad y es, precisamente, porque nos cruzamos. Venimos y vamos hacia cambios de perspectiva. ¿Hay buenos y malos? ¿Hay ricos y pobres? ¿Hay jóvenes y viejos? ¿Hay alegres y tristes? Bueno, sustancialmente, lo que hay son... escaleras. Y esto es inapelable: se suben o se bajan. Quietos y en llano, lo que se dice descansados y tranquilos, sin estímulo para alcanzar la altura a trueque de una leve fatiga unas veces, o sin ser impulsados fatalmente al descenso otras, no es posible vivir. Por fortuna, la suerte varía: hoy es próspera y mañana adversa. Por lo que nos consolamos del descenso con el futuro ascenso posible. En el fondo, subyace bajo la ocasional euforia del ascenso o ahondando a través de la melancolía del descenso, una indefinible sensación de juego. Y cuando llega la ocasión sin amargura se baja. Entonces, sí: entonces sí saludamos con cordialidad a quien encontramos en la escalera. Es que nos acondiciona el espíritu la experiencia de muchas anteriores subidas y bajadas. Es que empezamos a no ser exclusivistas. Es que ya hemos entendido que la perspectiva desde la altura no nos ayudó a entender toda la verdad, como también comprendernos que es incompleta la visión que nos brinda la mirada desde abajo. Y ya, así, claro que es posible la charla amigable con el adversario —la conversación tolerante y risueña de quien sube con quien baja— al habernos dado cuenta plenamente de que ni la perspectiva del águila ni la de la rana lo son para excluirse, sino para complementarse. Lo lamentable es que quizá es ya demasiado tarde —o más bien tarde— cuando lo advertimos.