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PECES

Juan Pasquau Guerrero

en Diario ABC. 5 de septiembre de 1965

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En la escala biológica, el pez es un pa­riente demasiado lejano del hom­bre. Al pescador de caña —natural­mente— no le conmueve lo más mínimo el pez herido, convulsionado, que ha mor­dido el anzuelo. Y una canasta de pesca­do no levanta la más mínima protesta de las sociedades protectoras de animales. Porque, al fin y al cabo, hasta la com­pasión es convencional. Apañados iríamos si tuviéramos que tener compasión de las hormigas. (Aunque creer que una hormi­ga, bajo la suela de Jorge o de Pepito, "sufre" menos que un toro en la plaza, sea una suposición más, que espera ser demostrada.)

Pero sigamos con los peces, "esos desco­nocidos". Indudablemente, su antigüedad, su anacronismo, se advierte en seguida. Se nota que, en la carrera de los verte­brados, representan la etapa inaugural, el curso de aprendizaje. Llegaron dema­siado pronto, antes de que un proyecto de vida más perfecto cuajase; constituyen el primer ensayo, diríamos que impacien­te, de vida superior. Por eso están ahí, en él mar, como eternos avergonzados, sin párpado y sin voz. Espantan del pez la mudez y los ojos perennemente abier­tos, desguarnecidos. ¿No lo pensó Dios mejor-—permítase la expresión—cuando el quinto día creó las aves y los reptiles?. Así, en distintas direcciones, se pudo lle­gar al ruiseñor y a la serpiente: dos ca­minos, dos versiones de esquemas nada semejantes. Algún "espectador imparcial" hubiera podido imaginar entonces que el impulso vital iba a agotarse en la gama prodigiosa —desde la pequeña lagartija al pterodáctilus, y desde el jilguero al cón­dor— de voladores y reptantes. Y sin em­bargo, los inéditos mamíferos esperaban su hora, todavía, en el designio del Hace­dor. Nueva puesta en escena, nuevo estre­no vario y colosal: generoso despliegue de vida arrolladora que culmina en el des­comunal desfile del Terciario—dinoterios y mastodontes—, monstruosa fauna ex­tinta en el adviento biológico que prece­dió a Adán.

Si bien antes, mucho antes, se había producido la escisión sorprendente de los artrópodos. Cisma biológico que alcan­zaría en los insectos su graduación más alta. Cuando Bergson opone inteligencia a instinto, encuentra en la hormiga, poco más o menos, lo que al hombre le falta. Es curioso... El instinto más ciego, pero más seguro, hallaría lo que la inteligen­cia rastrea si el instinto pudiese propo­nerse metas. Pero, precisamente —argu­ye— la inteligencia está hecha para per­seguir lo que el instinto es incapaz de buscar. Bonito drama. "La inteligencia —concluye Bergson— conoce lo de afuera, pero no está atada a lo presente. El ins­tinto conoce desde adentro y como por simpatía; pero está atado a lo real e in­mediato", Como que la inteligencia, con un único poseedor, el hombre, está lla­mada a más altos designios.

En fin, desde la amiba al hombre, la naturaleza creada extiende su espectro maravilloso. Pero a uno, hoy, le ha sido casi impuesta la contemplación de una canasta llena de peces. En la historia de las especies —en la de los animales supe­riores concretamente— los peces son pura "arqueología". Uno se ha acordado de Darwin. Ante la "organización" del pez, ¿qué diría Darwin? ¿La observaría con la misma expresión de lástima con que una muchacha de la nueva ola mira en las antiguas revistas ilustradas los miriñaques que privaban cuando su bisabuela? ¿Es­tudiaría al pez con análoga suficiencia a la empleada por un sociólogo moderno cuando se enfrenta con las estructuras del Medievo? Porque puestos a ahondar ge­nealogías, si la distancia del hombre al simio es practicable, ¿por qué no va a serlo la del simio al pez?

Sólo que, practicables o no, se trata de distancias horizontales. Y el hombre está hecho para iniciar la vertical. (¿Vértice? Cualquier momento. Ahora mismo...)