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En la escala biológica, el pez es un pariente demasiado lejano del hombre. Al pescador de caña —naturalmente— no le conmueve lo más mínimo el pez herido, convulsionado, que ha mordido el anzuelo. Y una canasta de pescado no levanta la más mínima protesta de las sociedades protectoras de animales. Porque, al fin y al cabo, hasta la compasión es convencional. Apañados iríamos si tuviéramos que tener compasión de las hormigas. (Aunque creer que una hormiga, bajo la suela de Jorge o de Pepito, "sufre" menos que un toro en la plaza, sea una suposición más, que espera ser demostrada.)
Pero sigamos con los peces, "esos desconocidos". Indudablemente, su antigüedad, su anacronismo, se advierte en seguida. Se nota que, en la carrera de los vertebrados, representan la etapa inaugural, el curso de aprendizaje. Llegaron demasiado pronto, antes de que un proyecto de vida más perfecto cuajase; constituyen el primer ensayo, diríamos que impaciente, de vida superior. Por eso están ahí, en él mar, como eternos avergonzados, sin párpado y sin voz. Espantan del pez la mudez y los ojos perennemente abiertos, desguarnecidos. ¿No lo pensó Dios mejor-—permítase la expresión—cuando el quinto día creó las aves y los reptiles?. Así, en distintas direcciones, se pudo llegar al ruiseñor y a la serpiente: dos caminos, dos versiones de esquemas nada semejantes. Algún "espectador imparcial" hubiera podido imaginar entonces que el impulso vital iba a agotarse en la gama prodigiosa —desde la pequeña lagartija al pterodáctilus, y desde el jilguero al cóndor— de voladores y reptantes. Y sin embargo, los inéditos mamíferos esperaban su hora, todavía, en el designio del Hacedor. Nueva puesta en escena, nuevo estreno vario y colosal: generoso despliegue de vida arrolladora que culmina en el descomunal desfile del Terciario—dinoterios y mastodontes—, monstruosa fauna extinta en el adviento biológico que precedió a Adán.
Si bien antes, mucho antes, se había producido la escisión sorprendente de los artrópodos. Cisma biológico que alcanzaría en los insectos su graduación más alta. Cuando Bergson opone inteligencia a instinto, encuentra en la hormiga, poco más o menos, lo que al hombre le falta. Es curioso... El instinto más ciego, pero más seguro, hallaría lo que la inteligencia rastrea si el instinto pudiese proponerse metas. Pero, precisamente —arguye— la inteligencia está hecha para perseguir lo que el instinto es incapaz de buscar. Bonito drama. "La inteligencia —concluye Bergson— conoce lo de afuera, pero no está atada a lo presente. El instinto conoce desde adentro y como por simpatía; pero está atado a lo real e inmediato", Como que la inteligencia, con un único poseedor, el hombre, está llamada a más altos designios.
En fin, desde la amiba al hombre, la naturaleza creada extiende su espectro maravilloso. Pero a uno, hoy, le ha sido casi impuesta la contemplación de una canasta llena de peces. En la historia de las especies —en la de los animales superiores concretamente— los peces son pura "arqueología". Uno se ha acordado de Darwin. Ante la "organización" del pez, ¿qué diría Darwin? ¿La observaría con la misma expresión de lástima con que una muchacha de la nueva ola mira en las antiguas revistas ilustradas los miriñaques que privaban cuando su bisabuela? ¿Estudiaría al pez con análoga suficiencia a la empleada por un sociólogo moderno cuando se enfrenta con las estructuras del Medievo? Porque puestos a ahondar genealogías, si la distancia del hombre al simio es practicable, ¿por qué no va a serlo la del simio al pez?
Sólo que, practicables o no, se trata de distancias horizontales. Y el hombre está hecho para iniciar la vertical. (¿Vértice? Cualquier momento. Ahora mismo...)
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