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EL ESCÁNDALO

Juan Pasquau Guerrero

en Diario ABC. 17 de noviembre de 1965

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El semblante plenamente satisfecho de estos muchachos de color [ver facsímil] —llenas las fauces del bocado sabroso, fija y casi amorosa la mirada en la "presa" que las manos fervorosamente aprietan—, muestra que para ellos el hambre es una costumbre y la comida una estupenda fies­ta. He aquí una alegría que hace pensar; he aquí una felicidad que a nosotros debie­ra producirnos una gran tristeza.

Porque la existencia de hombres para quienes comer no es un supuesto, sino una pregunta —no el punto de partida, sino la meta ignota de cada día—, es síntoma atrozmente turbador: es señal de que la Civilización, a pesar de sus alardes, no ha acertado aun en sus obligaciones más pe­rentorias.

Hombre y hambre, ¿no son conceptos antitéticos? ¿Hay algo más contradictorio que un hombre que no pueda, porque no le dejen, mitigar su hambre? Por cierto, la Historia es un incesante laboratorio fecun­do con vistas a la mejora de nuestra es­pecie. Se compara la caverna o el palafito con los palacios del Renacimiento o con los edificios de la Quinta Avenida y se advier­te que los milenios no han pasado en vano. Desde Thales de Mileto a Einstein, pa­sando por Arquímedes, Copérnico, Newton, Lavoisier..., resalta nítida la ruta de la Ciencia que deviene en Técnica asombrosa. Por descontado, ¿quién puede negar la orogenia prodigiosa del espíritu —altivas cor­dilleras interminables— que ha levantado en el suceder de las centurias esos pica­chos enhiestos, descomunales, que llama­mos "genios"? Ahí están, perennemente alzados, los nombres de Sócrates, de Agus­tín de Tagaste, de Miguel Ángel, de Sha­kespeare, de Cervantes, de Goethe...

Pero, no obstante la Historia, a pesar de los genios, algo demasiado antiguo sub­siste en nuestro tiempo. Como que, en ri­gor, data de la Prehistoria, pertenece a ella. Algo que, en medio del Progreso apa­bullante en torno, representa el reducto de un primitivismo radical; algo que, por su anacronismo, desconcierta en una época de naves espaciales y cerebros electrónicos. Que se nos diga, como se nos dice "toda­vía", que una gran parte de la Humani­dad pasa hambre, sonaría a absurdo si los oídos de todas las generaciones no se hu­biesen acostumbrado al patético S. O. S. y al editorial de alarma. Pero es lo dramáti­co: que unos hombres tengan que habi­tuarse al hambre, porque el resto se ha acostumbrado a oír que otros la padecen.

Y, sin embargo, cuando nos atrevemos al juicio honrado sentimos en lo profundo el fallo colosal, el escándalo que implica esta supervivencia paleolítica. ¿Cómo no se desterró el hambre cuando se inauguró la Historia? ¿Acaso no es el hambre más vergonzante, más sintomática de una inep­cia social, que los cuchillos de piedra y las armas de hueso? ¿Hay "atraso" a ella comparable? ¿Cómo se han sucedido rena­cimientos y decadencias sin que desapa­rezca? Porque rotaron los imperios, alter­naron revoluciones y restauraciones, y no caducó su vigencia. Prosiguió el hambre, "constante histórica", al margen de las flamantes ideas triunfadoras y de las vie­jas, derrotada, ideas. (Que haya hambre o no, ¿es cuestión ideológica?) Ella conti­núa, ¡ay!, cuando la Sociología alza sus planos, cuando el marxismo levanta sus barricadas, cuando el liberalismo político brinda su caja de Pandora, cuando los raciscos erigen su perfidia, cuando la téc­nica desdobla sus posibilidades en cauces portentosos, cuando el Arte descoyunta formas y libera colores, cuando la Poesía promulga sueños... Persiste en la guerra, reina en la guerra, y no desaparece en la paz.

¿Por qué? ¿Cómo es posible? Y... ¿aho­ra, también, que entramos en una Era nueva?
Sería consolador que pasados unos años los maestros pudieran explicar en la es­cuela primaria a sus alumnos:

—Mirad. La Prehistoria fue un tiempo antiquísimo en que los hombres vivían en las cavernas, se defendían de los animales con el fuego y... ¡pasaban hambre!

—¿Hambre...?

Sería maravilloso que dentro de diez, de veinte años, la palabra sonase a rareza exótica, lejanísima, casi fabulosa, en los oídos de todos los niños de la Tierra. Como si representase a una cosa para siempre proscrita: como el hacha de sílex, el dol­men y el mammut.

Pero si esto no va a suceder, ¿con qué derecho vamos a poder llamar "nuevo" a nuestro mundo?

Porque el hombre es el ser llamado a superar a la bestia. Y es irónico pedir al hombre que alargue su carrera si aún no ha alcanzado los objetivos primarios del animal que originariamente es. (Aunque existe un Dios que redime a los hambrien­tos, y halla felicidades efímeras ante la "sorpresa" de un trozo de pan. Pero esto... no es cuenta nuestra. Y, desde luego, no es mérito nuestro.)