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ESE MUCHACHO QUE PIENSA

Juan Pasquau Guerrero

en Diario ABC. 22 de agosto de 1974

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EL hombre además piensa. Nuestra dignidad es el pensamiento. Pero cabe hacer de él una especie de profesión, y tenemos al pensador, y cabe simplemente usarlo, como una función más de !a propia vida, y tenemos al pensante.

El pensador es un dedicado. Sabe que pensar es su oficio. Por eso, de antemano, se prepara: cierra sus puertas y postigos, se reti­ra, se recluye, para elaborar en la cámara de la intimidad sus ar­quitecturas mentales. Pero esto es un lujo. Casi nadie puede vivir de sus pensamientos. Lo ordinario es comerciar —aunque sea comerciar en el mejor sentido de la palabra— con ellos; ¡o corriente es la emulsión de nuestras ideas y de nuestros actos. ¿Hasta dónde llega el pensamiento? ¿Donde comienza la acción? Difícil establecer límites. No hay zonas en el hombre. No flota el espíritu sobre el cuerpo como el aceite sobre el agua. Cierto que en las cumbres meditativas la línea de separación se adivina. Así, los místicos, en ciertos instantes, muy bien hubieran podido llamar a! cuerpo el «hermano separado». Pero ello constituiría una excepción. Lo nor­mal es que cuerpo y alma, pensamiento y acción; se pongan de acuerdo o se hagan la guerra. En uno y otro caso sus relaciones —tener relaciones no es siempre tener bue­nas relaciones— son ostensibles. Pero si el pensador, en cualquier caso, se empeña en echar sus redes en el piélago vital para apre­sar los pececillbs que luego ha de disecar y sistematizar en sus teorías, el pensante, por lo general, se limita, como Tobías, a agarrar por las agallas al «pez gordo» que amena­za su particular andadura. El pensador estricto busca dificultades, se consagra a la problemática, mientras que el pensante —más modesto— se detiene a solucionar los obstáculos que estorban su personal desenvolvimiento. ¿El pensador se sirve del pensamiento como de un bastón, como de un báculo que facilita su afán explo­rador ofensivo? Pues el pensante a secas lo instrumenta como un adminículo puramente defensivo. Hay, pues, un pensamiento de conquistador, descubridor y colonizador (tal el pensamiento filo­sófico y científico) y otro meramente conservador, cuyas ¡osten­siones no van más allá del interés próximo.

Pero, ¿estableceremos por eso jerarquías entre una y otra clase de pensamientos? A veces, el pensamiento no cumple ni siquiera su papel de arma defensiva. Y surge la tristeza. Triste-pensante es quien, examinando dentro de sí, comprueba que ideas y razones no bastan para remedio de su problema. ¿Vamos, enton­ces a subestiman su ensimismado gesto preocupado, a la vista del pensamiento sabio del filósofo, o del sociólogo ocupado en la ardua problemática del futuro? ¿Vamos, sin más averiguaciones, a llamar egoísmo a aquella actitud y generosidad a ésta?

Este muchacho indigente, sumido en no sé qué contrariedad o desgracia, rumia, de espaldas a la ciudad, al mar o al campo, su momentáneo desamparo. No va, por supuesto, a descubrir ningún Mediterráneo. Su pensamiento no va a conquistar nada. Es un triste-pensante. No tiene ideas propias por la misma razón que carecía de moral aquel personaje de Bernard Shaw: «su situación económica se lo impide». El tiene que vivir —suprema instancia— y hasta ahora, para navegar, no dispone sino de un cuerpo feble, de sus pies mal calzados, de su traje remendado. ¿Qué hacer? Terrible, conmovedor trance. No tiene su cuestión resuelta. ¿La tiene alguien? No, en rigor no la tiene nadie. Pero muchos, al menos, disponemos de los datos previos para resolver la elemental dificultad de subsistir como personas. Otros, no cuentan ni con eso. ¿Acaso no existen todavía hombres que no alcanzan la plena conciencia de hombre? ¿Todos han llegado al nivel de sí mismos?

—¿En qué piensa?

—Descubro que la colectivización intelectual, «el espíritu objeti­vado» va a sustituir con ventaja a aquellos latifundistas del saber que eran los genios.

Sí, pero ahí está el hombre, ese hombre. En actitud de abando­no hace el inventario deficitario de su edad madura, o de espaldas a la ciudad, siente cegado el cauce de sus años jóvenes. ¿Lo redimiremos desde el «espíritu objetivado» o... desde el hombre?