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A LA MEDIDA DE LOS NIÑOS

Juan Pasquau Guerrero

en Diario ABC. 1 de enero de 1959

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Recientemente la Navidad, los Reyes Ma­gos a la vuelta de la esquina, el tiempo —ese tiempo en círculo, eter­no, del calendario, siempre sujetando la índole fugitiva y fungible del tiempo his­tórico— se pone a la medida de los niños. No; no hay muchas cosas en este mundo a la medida del niño. Cuando nosotros, cuando uno cualquiera, nos acercamos a un chiquillo, de esos que ahora están aprendiendo con su media lengua a re­zar, comprobamos en seguida que nada de nosotros sirve, tal como es, a su "estatu­ra", a su modo. Ni nuestras palabras. Por­que nuestras palabras han de salir de su diapasón normal, entonces; tienen que ha­cerse más altas o más susurrantes: tie­nen que remedar la voz del gigante —ese ser que el niño conoce sin haberlo visto nunca— o copiar la leve inflexión de voz de la mismísima Caperucita. Tenemos que hacer eso nosotros, los padres, si es que queremos impresionarles o divertirles de alguna manera. Nuestra voz natural no es apta para menores... Por supuesto, que en todo pasa igual. Cualquier acto normal nuestro les fastidia. Les molesta que es­cribamos una carta, que leamos un perió­dico o que fumemos un cigarrillo. No nos "ven" cuando somos nosotros; sólo sien­ten nuestra presencia cuando nuestra ac­titud se desmesura, de manera más o me­nos histriónica; cuando en nosotros, ade­más de ver al "papá", ven también, un poco, al gato, al perro, al lobo o al conejito.

Porque el niño es el ser menos sencillo que existe. No vayamos a confundir ino­cencia con sencillez. Quizá implican con­ceptos opuestos si entendemos por cosa sencilla lo contrario que cosa confusa. El niño es el ser menos sencillo que existe, porque todo, en su alma incipiente, se complica de imaginación, de ensueño y de portento; porque no discrimina lo real de lo irreal y confunde los "planos" de lo sustancial y de lo adherente. ¿No esta­mos observando a cada momento que cuan­do del niño afloran las ideas claras —para nuestro intento, claridad y sencillez son palabras sinónimas— es cuando empiezan a destruirse en su subconsciencia la flora y la fauna de la fantasía? Si la sencillez im­plica una operación mental simplificadora —reducción de todas las vivencias o de to­das las razones a un común denominador— es, desde luego, un mérito del adulto, del hombre. La inocencia, en cambio, es la en­cantadora, gratísima confusión de la rea­lidad con el sueño, de la imaginación con la idea; bien que la ignorancia sea la con­fusión en mayoría de edad, esto es, la con­fusión sin encanto.

Pero esto es divagar por caminos que nos apartarían del nuestro. El nuestro, hoy, es el que conduce a Belén. Decíamos que de Navidad a Reyes el tiempo está a la medida de los niños.
¿Entonces, la Navidad es confusión? Cla­ro que sí: en apariencia, encantadora con­fusión —pastores, Reyes Magos, borriquitos, zambombas, ángeles, lavanderas y Niño Jesús—, que, naturalmente, va a acla­rarse, va a simplificarse más adelante, humanamente hablando, cuando toda ella se reduzca a Idea, a Verdad fundamental, y brote de sus manantiales la prístina sen­cillez divina del Evangelio. Pero que, al momento de producirse y por la manera de producirse, no puede por menos de resul­tar enmarañada. Dios se hizo Niño. No digáis que esto pudo parecer cosa sencilla de entender a los hombres vulgares, co­rrientes, de aquellos días. La mayor com­plicación teológica que hubieran podido imaginar los rabinos y los doctores de la ley era, precisamente, ésta: Dios Niño, Dios en un pesebre, Dios humilde. ¿Dios humil­de? No digáis que pudo tener para los ju­díos aspecto de cosa clara... Como que sólo magos y pastores abarcaron su compren­sión. ("Cuida de ser mago, si no eres pas­tor", escribía "Xenius". Pastores y magos han tenido siempre alma de niño.) Fue preciso que aquel Infante creciera, y ha­blara, que aquel Niño se hiciese hombre para que la confusión maravillosa de la Navidad se ajustase en coordenadas pre­cisas; para que de aquello, a primera vis­ta tan complejo, saliese, ya meridiana, la Idea clarísima y actualísima de la Reden­ción. Porque la Redención es el corolario de la Navidad como, en otro orden, el hombre es la secuela del niño. Y la impiedad se parece a la ignorancia en que, en una y en otra, la confusión, ya sin encanto, ya sin inocencia, corrompida y agusanada ya, per­siste.

o O o

No digamos más. Ahí está ese chiquillo inclinando su cabecita para mejor ver al Niño Jesús. ¿Qué le dice? El Imagina ya, nebulosamente, que el Niño es algo más "complicado" que el muñequito de su her­mana. El no sabe todavía en qué consiste la Divinidad, pero su instinto ventea ya la Divinidad en el candor rosado del Hijo de la Virgen. Y comprende, sin poder razonarlo aún, que sus piececitos fríos traen a la Tierra un mensaje de Amor. El no conoce bien quién es Dios. Está aprendien­do a rezar. El no puede entender todavía al Crucificado. Pero entiende ya al Niño Jesús. Rezarle a esa estupenda "complica­ción" teológica que se llama Niño Jesús, le parece naturalísimo cuando, cada noche, su madre le arregla el embozo de la cuna. ¿No se haría Dios Niño —confusión y es­cándalo para los gentiles y los judíos— para que los niños aprendiesen antes a rezar? ¿No prepararía Dios, en su Eternidad, la escenografía maravillosamente confusa del Nacimiento —pastores, Reyes Magos, borreguitos, zambombas, ángeles y lavanderas— para poder ganarse al niño con el juego de lo prodigioso, antes de ganar luego al hombre con su Verdad?

Terminemos. No nos extendamos más. El Rey Mago y un niño —otro niño— han encontrado sus miradas. La de Melchor acaricia al pequeño con su sonrisa y el pequeño responde al mago con el gesto de su estupor. ¡Qué magnífico alarde barroco la indumentaria del Soberano de Orlente...! Corona, oro, brocados, púrpura, todo se conjuga para el interés del infante.

¡Diréis pedagogos, que un Rey Mago no es un "centro de Interés"! ¿Tendrá el chi­quillo, desde este momento de la visita de Melchor, una trompeta y un caballo, una pelota y un automóvil? Tardará el chi­quillo mucho tiempo en saber que la pe­lota, el caballo, la trompeta y el automó­vil, obedecen, en su mecanismo, nada me­nos que a una idea preconcebida de los hombres. El, mejor, tiene en su mente una mágica sensación de los juguetes que le han traído los Reyes. Dentro de cinco días, dentro de una semana, los juguetes gemirán mutilados o rotos por los rinco­nes del cuarto de estar, pero en el fondo de su alma habrá quedado la primera im­pregnación maravillosa de las cosas. Por­que serian sólo cosas —simples cosas, sen­cillas cosas los juguetes... Regalados por ese ser fantástico que viste de púrpura y viene coronado de oro, los juguetes se han complicado de una deliciosa procedencia...

Desde Navidad a Reyes, las fiestas del calendario están a la medida de los niños. Dios lo ha querido. Dios es así. Quiso el Verbo encarnar en el Hombre. Y quiso ha­cerse Niño para encantar a los niños, acompasando la Eternidad al "tiempo in­fantil". Belén es un capítulo fundamental de la Teología con el que, todos los años, de Navidad a Reyes, se ponen a jugar los niños. Tienen permiso del Niño Jesús...